Yuri Vega Mere
SUMARIO:
1) Preliminares, 2) La oferta en el Derecho civil. Naturaleza jurídica. Rasgos principales. El régimen de la oferta al público en el Código civil peruano. Crítica, 3) El rol de la información en el momento actual. La tarea del Estado y el deber de información de los proveedores para tutelar los derechos del consumidor, 4) La oferta al público y la oferta al consumidor: algunas pautas útiles para su distinción. El carácter residual de la oferta al público.
1.- Preliminares.-
Le asiste razón a Alvin Toffler cuando sostiene que el mercado determinó la aparición de dos personajes claramente diferenciados: productores y consumidores.
Si aceptamos la secuencia de las olas que Toffler ha postulado, habremos de admitir que la revolución agrícola (la primera ola) tuvo matices predominantemente prosumistas, es decir, que se caracterizó, esencialmente, por la producción orientada a la autosatisfacción de necesidades. Los excedentes resultantes eran, eventualmente, objeto de tráfico mercantil; sin embargo, en primer lugar se debían colmar los requerimientos de los propios productores.
Esta
hipótesis de trabajo no desconoce que, en las distintas
etapas de la historia humana, siempre ha existido la figura
del comerciante. Civilizaciones enteras (del pasado) han sido
consideradas como tal (piénsese en los fenicios). Empero,
la producción en sí misma, en su origen, habría
tenido como norte principal el que los productores
atendieran por sobre todo sus necesidades.
Tampoco
se puede negar que el mercado, como canal de intercambio de
bienes y servicios, acompaña al hombre desde que éste
se volvió agricultor, produjo más de lo que
requería, sostuvo contactos con otros pueblos y nació
en
él el espíritu de lucro. Pero lo cierto es que
la revolución industrial (la segunda ola) marcó
profundamente el curso
de la historia, pues entonces los roles de productor y consumidor
presentarían diferencias acentuadas e
incidirían en la forma misma de enfrentar y emprender el proceso productivo.
La
producción en serie -la indusproducción- modificó
el comportamiento pasivo y prosumista del individuo de la
primera ola. El mercado cobró un inusitado auge a fin
de llevar a cabo un número creciente de transacciones
multiplicadas por la misma producción, que ahora se
hacía en cadena. La revolución industrial estandarizó
no sólo la
fabricación de bienes (la convirtió en una auténtica
profesión: nació el industrial) sino también
la educación, el modelo de familia, el trabajo mismo,
el consumo y, por ende, la contratación de bienes y
servicios, con el propósito de responder ante esta
nueva realidad.
La economía de la era industrial se mercatizó. Las leyes del mercado, la ley de la oferta y la demanda, eran las que gobernaban el desenvolvimiento de las transacciones y la formación de los precios. Los partidarios del sistema liberal clásico limitaban la intervención del Estado, a quien asignaban funciones básicas (administrar justicia, brindar seguridad y atender algunos servicios elementales).
La mercatización de la economía, que creó el perfil del ciudadano de la segunda ola, no fue extraña a los países socialistas, a pesar que gran parte de sus programas simularon las soluciones que el mercado mismo ofrece. Estos países se industrializaron, ingresaron a la era de las "chimeneas" y adoptaron, por ende, y a su pesar, muchas de las normas de la indusrealidad que apuntaban hacia la estandarizaron del hombre.
Con el resurgimiento de la economía liberal, y el paso hacia una nuevo contexto, el rol que el Estado ha asumido en esta nueva fase de la historia está muy lejos de ser el de un simple custodio, como se pretende sostener. Hemos ingresado a la era de la información (la tercera ola), entendida ésta en un sentido muy amplio. El mercado no es sólo un canal de distribución de bienes. También es un archivo y un transmisor de información que sirve a los proveedores para alcanzar una mayor eficiencia y a los consumidores para realizar una cuidada elección de los bienes o servicios que contratan.
Dado que la información tiene un costo (de transacción), si el mercado no arroja la necesaria o su costo es elevado, la labor del Estado consiste en aliviar dicho costo educando y tutelando al consumidor. Esta nueva función del Estado se aprecia con nitidez en sede del Derecho del consumidor. Un ejemplo interesante de lo apenas dicho se puede apreciar en torno a la regulación de la oferta, que es el tema que abordaremos en el presente trabajo.
2.-
La oferta para el Derecho Civil. Naturaleza jurídica.
Rasgos principales. El régimen de la oferta al público
en el Código civil peruano.-
Antes -e, inclusive, después- que la producción en masa estandarizara los módulos contractuales, predispuestos por el proveedor de bienes y servicios, para disminuir los costes de transacción, los hombres de derecho han abordado in extenso el tema de la formación del contrato, privilegiando, en sus consideraciones, la figura del contrato negociado.
Como es sabido, el proceso de formación del contrato se inicia con la formulación de una propuesta. Conviene señalar, desde ahora, que no toda propuesta tiene la forma y la naturaleza de una oferta.
Una propuesta puede ser una simple intención de querer dar inicio a tratativas, puede ser el primer paso de los tratos preliminares a la formación del contrato o bien puede ser un simple intercambio (se da o se pide) de información. En ninguno de estos casos existe una firme voluntad de sujetarse a lo declarado o una voluntad negocial a la cual baste la aceptación, por parte del destinatario, de los términos expresados, para entender que ha quedado perfeccionado un contrato.
La oferta es la manifestación (o declaración)
de una voluntad negocial con el propósito de alcanzar
un acuerdo si el destinatario concuerda con las condiciones
contenidas en ella. La oferta vincula al oferente a mantener
durante el tiempo previsto (o razonable) su intención
de celebrar el contrato que propone, sin poder revocarla.
Para nuestro Código civil la oferta tiene carácter
irrevocable, salvo lo dispuesto en el artículo 1384
(más técnico sería considerar
este supuesto como uno de retractación y estimar como
revocable aquella oferta en que el oferente deja a salvo su
derecho de privarla de eficacia en cualquier momento).
Para que la propuesta pueda ser considerada como una oferta
ella debe ser, en principio, recepticia, es decir,
ser dirigida a una persona determinada, que tomará
conocimiento de la misma.
La oferta debe ser autosuficiente en el sentido que debe contener los denominados elementos esenciales. Algunos sostienen que debe ser completa, pero ello no significa que el oferente deba delinear cada uno de los aspectos que integrarían el contenido del contrato cuya celebración propone. Claro que puede hacerlo si así lo tiene por conveniente, pero basta que delimite los elementos que configuran el tipo contractual específico elegido y, de mediar aceptación, no será necesario ningún otro pronunciamiento de parte del oferente. Los aspectos no contenidos en la oferta suelen ser integrados por las normas del Código civil que suplen cualquier ausencia de pacto.
Asimismo, la oferta debe expresar una voluntad negocial seria. Esto significa que su autor ha de tener el real propósito de concluir un contrato. No debe ser una declaración animus jocandi o docendi.
Se sostiene, igualmente, que la oferta debe estar revestida de una cierta forma. En realidad, la forma es el vehículo de expresión de toda voluntad negocial, a fin que sea conocida, de modo que la oferta y la aceptación y, en general, cualquier declaración siempre tendrá una forma dada. Si, en cambio, nos referimos a la formalidad que la ley exige para que el contrato sea válido (solemnidad), coincidimos con quienes sostienen que la oferta debe observar el mismo temperamento.
Cuando la oferta se dirige al público, se entiende que es dirigida a un número indeterminado de personas. El universo al cual es comunicada es impreciso, aunque hoy, gracias a la investigación de mercado, los especialistas saben calcular, de manera muy aproximada, cuántos individuos podrán tomar conocimiento de ella. A pesar de lo dicho, la nota señalativa de la oferta al público es que no se conoce, inicialmente, la identidad del sujeto al cual va dirigida. Por ello, carece de carácter recepticio.
En una sociedad en la que los bienes se producen y se comercializan en masa, la oferta al público es un procedimiento usual al cual recurren, ampliamente, los proveedores. La publicidad y las técnicas de esta especialidad aconsejan que, para poder contar con un mayor número de consumidores, es conveniente formular este tipo de propuestas.
El problema que plantea la oferta al público es el de saber cuál es el tratamiento más adecuado que debe recibir de parte del legislador, es decir, si, a pesar de no tener carácter recepticio, se le debe atribuir fuerza vinculante y, de ser autosuficiente, entender que el contrato se perfecciona si algún o algunos destinatarios han aceptado sus términos.
Es fácil apreciar las consecuencias que podrían derivarse de sujetar la oferta al público al mismo régimen que la oferta dirigida a persona cierta. Si un comerciante ofrece productos a través de la exposición de los mismos en estantes o vitrinas, estas ofertas (no declarativas, pero que sí manifiestan una voluntad negocial), ¿darían pie al perfeccionamiento del contrato si el cliente toma el producto?; ¿tomar el bien del lugar en el que se exhibe supone "aceptación" de una "oferta"?; ¿será necesario que el proveedor deba expresar alguna otra voluntad?. ¿Qué valor se debe atribuir a la posibilidad de que el proveedor, al momento de cobrar el precio, manifieste que el que aparecía en el producto ha variado?. ¿Qué solución habría que adoptar en caso de que el número de personas que han "aceptado" adquirir un producto es mayor al de las unidades disponibles?
Existen ejemplos muy interesantes en la jurisprudencia anglosajona -y a ellos nos remitimos- que nos plantean el interrogante de este modo: ¿se debe considerar a la oferta al público como una común oferta de contrato o debe recibir un tratamiento distinto? Y, de optarse por una regulación diversa, ¿qué naturaleza habría de adjudicársele?.
Nadie puede negar que el codificador de 1984 no fue ajeno a la contratación en masa. No sólo por el hecho de haber regulado la oferta al público (cuya solución, dentro del Código civil, estudiaremos seguidamente), sino y, especialmente, por la circunstancia de haber incorporado una disciplina propia para el contrato por adhesión y las cláusulas generales de contratación.
Para elegir el temperamento que había que atribuir a la oferta al público, el legislador pensó, muy probablemente, en los problemas de orden práctico que habrían debido enfrentar los comerciantes o proveedores frente a sus clientes. No sabemos, a ciencia cierta, si la figura del consumidor gravitó en el régimen por el cual, finalmente, se optó. Me atrevería a pensar que no fue así - sin desmerecer la opción del Código- debido al incipiente desarrollo del Derecho del consumidor en nuestro medio hace doce años.
El Código civil da a la oferta al público el valor de una invitación a ofrecer, considerando oferentes a quienes accedan a la invitación y destinatario al proponente, salvo que éste indique (hipótesis remota en el mercado, a la luz únicamente de las normas del Código civil) que su propuesta tiene la fuerza vinculante de una oferta (art. 1388).
Como
se ha observado, la invitación a ofrecer no es una
propuesta. Es una incitación a que se formulen propuestas
de contrato. No tiene carácter negocial, no vincula
ni obliga a quien la realiza. Tiene como fin dar pie a tratativas
y, por ende, no tiene por qué reunir las características
de la oferta, pues la precede. Determinar
si una oferta al público tendrá el valor de
una invitación a ofrecer es una labor interpretativa.
Los términos en los cuales puede ser expresada autorizarán,
según la especie, a tenerla como invitación
a ofrecer o bien como una verdadera oferta.
Sin duda, el régimen por el cual se inclinó el legislador no se encuentra exento de críticas. El consumidor -al menos, hasta antes del Decreto Legislativo Nº 716- no sólo no participaba en la formación de los precios y en la elaboración de las condiciones con las que se ofertaba públicamente un bien o un servicio (téngase presente que la economía de mercado, en la que la ley de la oferta y la demanda determinan el precio, fue promovida recién a partir de 1990, en tanto que el Código civil se promulgó en una época en que la política mercantilista y populista simulaba, inútilmente, las leyes del mercado).
También -como ha sido brillantemente observado- debía, al recibir una invitación a ofrecer, formular una propuesta cuyos términos se encontraban definidos por la propia invitación, es decir, por la oferta al público, con la subsecuente posibilidad de que el destinatario de su propuesta -el autor de la oferta al público- variase, si así lo creía conveniente, las condiciones de comercialización del bien o del servicio.
La
oferta, además, podía ser lanzada a la generalidad
de terceros aun sabiendo que el número de unidades
disponibles era limitado, o bien promocionando productos con
un precio que después podía ser modificado.
¿Podía el
consumidor promedio emprender un proceso (y los costos que
implican frente al valor del producto que pretendía
adquirir) para que el juez decidiera si la oferta al público,
por la forma como fue publicitada, era una oferta de contrato
o una simple invitación a ofrecer?. Los proveedores,
como es obvio, podían ampararse en la circunstancia
de que su "invitación" no indicaba que tenía
la fuerza vinculante de una oferta.
Antes de que entrara en vigencia la Ley de Protección al consumidor, Forno lanzó duras críticas contra la solución del Código civil respecto de la oferta al público.
Exigía, con razón, la necesidad de tutelar al consumidor, dado que la oferta al público es un fenómeno típico de la contratación masiva. A pesar que su bien logrado ensayo se publicó en diciembre de 1991, entendemos que fue escrito antes de la publicación del Decreto Legislativo Nº 716. Esta norma, coincidentemente, establecería que la oferta formulada por los proveedores a los consumidores es una verdadera oferta de contrato. El tema, empero, lo veremos en los apartados siguientes y trataremos de determinar cuál es el alcance actual del art. 1388 del Código civil.
3.- El rol de la información en el momento actual. La tarea del Estado y el deber de información de los proveedores para tutelar los derechos del consumidor.-
Nunca antes, como hoy, y desde la década de los 70 con mayor intensidad, la información ha tenido la gravitación que hoy se le reconoce.
A no dudarlo, el desarrollo de la informática y de las comunicaciones ha influido notablemente en el crecimiento de la importancia que se reconoce a la información.
El nuevo repunte de la economía de mercado, la globalización de la economía, el objetivo de alcanzar la eficiencia, la promoción de la libre competencia, la necesidad de lograr la calidad total, etc., son factores que han concedido un nuevo rol a la información y que, a su turno, han sido posible gracias a su obtención y al papel que ella juega en la sociedad actual. Han interactuado.
La información da conocimiento. El conocimiento es una de las formas con la que cualquier individuo acumula poder. Poder para encauzar las decisiones, ya sean políticas, económicas, religiosas e, inclusive, de consumo.
Los agentes que operan en el mercado son conscientes de ello. Cuentan, como es obvio, con el conocimiento del mercado al cual canalizan sus productos.
Saben de las características, propiedades, riesgos, deficiencias y demás aspectos de los bienes o servicios que ofrecen.
Cuando lanzan sus productos al mercado, los proveedores no siempre informan. Muchas veces publicitan sus bienes. Información y publicidad no son, por ende, lo mismo. Como ha sido acertadamente observado, en el mercado (y para el Derecho del consumidor), la información tiene el sentido funcional de racionalizar las opciones del consumidor; la publicidad, en cambio, procura mostrar el producto de la manera más persuasiva, resaltando sus ventajas o bondades. El objetivo de la publicidad no es informar sino vender, persuadir y convencer a los consumidores sobre la necesidad de adquirir un producto. La manera más adecuada de publicitar un bien es el marketing, para gestionar el producto que se desea posicionar en el mercado.
Es indispensable reconocer que el consumidor no es, necesariamente, conocedor de las cualidades de los bienes ofertados en el mercado. La publicidad apunta a captar su atención, a provocar deseos de consumo y, en ocasiones, a aprovechar su ingenuidad, su ignorancia.
El fragmento informativo que le da la publicidad es, de suyo, incompleto. Para poder realizar una cuidada elección del bien o del servicio que requiere, el consumidor, imperceptiblemente, acopia información recurriendo a la comparación entre productos de similar calidad o características. No se rinde cuenta que esa "búsqueda" representa un costo (tiempo, dinero, etc.). Además, no suele gozar de los conocimientos técnicos que le garanticen, siempre, una decisión suficientemente informada. En repetidos casos encontrará información parcial en razón que en el mercado la información suele ser asimétrica. Lo que él quiere saber puede no coincidir con los datos que proporciona el proveedor.
Quiérase o no, la asimetría informativa es una condición del mercado. No existe un set informativo completo de todas las características, bondades, desventajas, riesgos, etc., de los productos comercializados. Los agentes económicos no conocen fórmulas, procedimientos, procesos de producción, etc., que utilizan los concurrentes en el mercado. Tampoco pueden conocer cada una de las preferencias de los consumidores. Por eso a los proveedores les es necesario encauzar las decisiones del consumidor.
Dado
que el consumo debe producirse en un marco de concurrencia,
es decir, en un ambiente en el que diversos proveedores ofrecen
iguales o similares bienes, es indispensable que el consumidor
pueda elegir entre distintas alternativas, bien sea de precios,
de calidad, de facilidades y, sobre todo, de información.
Cuando existe libre competencia, las empresas tratan de obtener
el mayor número de adquirentes, en tanto que el consumidor
procura obtener las mejores condiciones de adquisición
de un determinado bien. El juego de la oferta y la demanda
favorecerá a las empresas más eficientes. La
eficiencia dependerá, igualmente, de la información
que, arrojada al
mercado, satisfaga a los consumidores.
Por ello se ha dicho -como lo establece la Ley de Protección al consumidor (art. 15 del D. Leg. Nº 716)- que la información exigible a los comerciantes (inclusive a los profesionales, desde la modificación del inc. d del art. 3 del Decreto Leg. Nº 716, por obra del Decreto Leg. Nº 807) tiende a garantizar una elección adecuadamente cuidada o informada del consumidor.
La información sobre bienes y servicios con los que se opera en el tráfico es, así, una de las obligaciones a cargo de los proveedores, pues además de salvaguadar las opciones del consumidor, tutela su salud, en razón que no basta dar cuenta sólo del precio y de la calidad, sino también de las condiciones de uso del bien y riesgo que él implica.
Como se anotó inicialmente, los datos que busca el
consumidor no necesariamente son acopiados en un nivel óptimo,
pues la información tiene un costo. En otros casos,
los comercializadores ocultan o disfrazan la información.
Por esta razón, además de ser un deber del proveedor,
el Estado -a través del INDECOPI- educa e informa al
consumidor sobre determinadas características, componentes,
bondades u otros de productos que analiza para asegurar un
consumo cuidado, asumiendo
costos que ningún consumidor sería capaz de
sufragar.
La información que las unidades de producción y comercializadores han de suministrar no sólo asegura la tutela que se dispensa al consumidor. Como hemos dicho en otra oportunidad, la información falsa, el actuar deshonestamente, resta espacio a los proveedores que obran correctamente. Lesiona no sólo la demanda sino también la oferta. Atenta contra la competencia leal, contra el mercado mismo.
De modo que la tarea que cumple el Estado brindando un amplio
set informativo sobre los productos que circulan en el mercado
tiende a promover y garantizar una competencia real, auténtica,
libre de distorsiones.
Como es de verse, la asunción de costos originados por la información que el Estado acopia y proporciona a los consumidores y al mercado, constituye un nuevo rol que bien puede ser un mentís para aquellos que sostienen que el Estado de los países que han optado por la economía de mercado ha retomado el papel de gendarme que tuvo el siglo pasado.
4.- La oferta al público y la oferta al consumidor: algunas pautas útiles para su distinción.
El carácter residual de la oferta al público.-
Con la promulgación del Decreto Legislativo Nº 716 la oferta al público, regulada por el artículo 1388 del Código civil, ha sufrido serios embates. Hasta antes de la puesta en vigencia de la mencionada norma, el art. 1388 del código civil se erigía, dentro de la contratación en masa, como la respuesta legislativa a las ofertas de bienes o servicios formuladas por cualquier proveedor. En tal sentido, los proveedores gozaban de la solución plasmada en el Código al tener la libertad de poder lanzar todo tipo de ofertas -salvo declaración expresa de su autor- con la seguridad que su declaración sólo tenía el valor de una invitación a ofrecer. La consecuencia lógica era que el destinatario de la propuesta -consumidor o no- se convertía en un "invitado a ofrecer" y si, en efecto, tenía interés en concluir alguna transacción con el proveedor, debía formular una propuesta cuyo contenido estaba delineado en la invitación. Ya hemos visto, someramente, los cambios o avatares a los que quedaban expuestos los invitados a ofertar.
Sin embargo, al entrar en vigencia el "Estatuto de Protección
del consumidor", el D. Leg. Nº 716 dispuso, a través
de su artículo 20, que:
"La oferta, promoción y publicidad de los productos o servicios se ajustará a su naturaleza, características, condiciones, utilidad o finalidad, sin perjuicio de lo establecido en las disposiciones sobre publicidad. Su contenido, las características y garantías ofrecidas, dan lugar a obligaciones de los proveedores que serán exigidas por los consumidores o usuarios, aun cuando no figuren en el contrato celebrado o en el documento o comprobante recibido".
La primera tarea impuesta al hombre de derecho era delimitar los alcances de la norma apenas transcrita. La interpretación que se le debía asignar no era del todo fácil; sobre todo si se tiene en cuenta que en el tráfico mercantil el término "oferta" no es, necesariamente, entendido como declaración negocial encaminada a la celebración de un contrato, sino más bien como una disminución del precio de un bien o servicio para favorecer su consumo.
A pesar de esta dificultad, el art. 22 del propio D. Leg. 716 dio una respuesta al interrogante, pues distinguió implícitamente (ahora con mayor precisión y de modo explícito, gracias a la modificación introducida por el art. 18 del D. Leg. 807) la oferta (en sentido técnico-jurídico) de la rebaja de precio (que es el significado que los proveedores usan en el argot comercial).
Ante esta distinción, no cabía otra alternativa que entender que la oferta formulada por un proveedor a los consumidores se alejaba del régimen del Código civil (art. 1388). Desde entonces fue posible -y así lo hemos percibido nosotros- identificar dos tipos de ofertas masivas: la oferta al público y la oferta a los consumidores.
Para poder diferenciar una de otra, es útil deslizar algunas posibles pautas, sobre todo para caracterizar la oferta formulada a los consumidores:
a) En primer término, la oferta debe ser hecha por un proveedor.
b) Complementariamente, ella debe estar dirigida a los consumidores o destinatarios finales de un bien o servicio. Lo que quiere decir que, si la propuesta, a pesar de ser efectuada por un proveedor, recae sobre productos que serán involucrados en un nuevo proceso productivo, no podrá ser considerada como una oferta dirigida a "consumidores", dada la calidad de los adquirentes.
c) Las condiciones dentro de las cuales se formula la oferta y el objetivo que se persigue también deben gravitar en este panorama.
Si
el mecanismo al cual se recurre (la publicidad o, más
ampliamente, el marketing) tiene como propósito incrementar
el objetivo de ventas, siempre y cuando se cumplan los dos
anteriores requisitos, no cabrá duda que
la propuesta debe ser entendida como una oferta a los consumidores.
Una de esas condiciones es que la oferta sea lanzada al mercado, o sea, que ingrese al canal de intercambio de bienes y servicios, en el cual se desenvuelve habitualmente el proveedor y al cual concurren los consumidores.
Distinto, por ello, es el caso en el que "X", que es un empresario (o proveedor) que comercializa p. ej. lapiceros, formula una oferta para vender el inmueble de su propiedad. En este supuesto se despoja de su calidad de proveedor, no persigue comercializar masivamente ningún producto ni busca consumidores en un número elevado. Sólo pretende transferir un único bien al mejor comprador. Su oferta al público (si, p. ej., insertó avisos en un periódico) no es una oferta a los consumidores. Contrariamente, la oferta al público es tal si:
(i) Es formulada por quien no es proveedor o, si lo es, se despoja de dicha condición. Si no se libera de su oficio, no busca destinatarios finales sino simple y llanamente adquirentes que iniciarán un nuevo proceso productivo.
(ii) Complementariamente, es una propuesta dirigida a un número indeterminado de personas, pero sin el objetivo de contar con un universo amplio de consumidores. Sólo se busca al mejor. Si pretende un elevado número de adquirentes, éstos no deben ser usuarios finales.
(iii) Los bienes que están en juego serán, posiblemente, ciertos; no obstante, esta naturaleza también se presenta en el caso de la oferta a los consumidores (p. ej. venta de automóviles).
(iv) El adquirente puede, como no, ser destinatario final de un bien o servicio. Ejemplo del primer caso es quien adquiere una casa para habitarla, ofertada por un particular. Ejemplo del segundo caso es la adquisición de cobre para fabricar cables para electricidad.
Las transacciones entre proveedores no reciben la tutela dispensada por el D. Leg. 716 y, por tanto, se regulan por las normas del Código civil.
Ahora bien. Nadie puede negar que los consumidores, en su conjunto, pueden ser entendidos como el "público". Sin embargo, a nivel de la oferta que se formule, ambos términos dan lugar a la aplicación de dos regímenes legales diversos.
Por ello, bien podría sostenerse que toda oferta a los consumidores -por la forma en que se realiza- es una oferta al público; pero no toda oferta al público es una oferta a los consumidores.
La mayor diferencia se aprecia en cuanto al tratamiento legislativo que recibe cada una de esta dos ofertas masivas.
La oferta al público, como se ha dicho, se considerará como una invitación a ofrecer. La oferta a los consumidores valdrá como una oferta firme, irrevocable.
Además, dado que la oferta a los consumidores se manifiesta por medio de la publicidad, los destinatarios de ella no sólo podrán exigir las condiciones que figuren en el contrato o en el comprobante extendido, sino también aquellas contenidas en la publicidad, pues ésta ha sustituido a las negociaciones o tratos preliminares e, igualmente, genera expectativas en los consumidores.
En una economía de mercado en la que la tutela del consumidor es una necesidad de orden primario, todo parece indicar que la oferta al público, regulada por el art. 1388 del Código civil, tiene, hoy en día, un espacio más modesto desde la promulgación del D. Leg. Nº 716. Quizá se pueda decir que tiene carácter residual, si se tiene en cuenta que la protección del consumidor exige un régimen especial.